El monarca tenía un ánimo muy
cambiante y pasaba con facilidad de la
euforia a la depresión, de la exaltación al abatimiento, del encanto al
desencanto.
Cuando la cosecha del reino era abundante, se sentía pletórico y
exultante, pero cuando era escasa, se notaba insuperablemente melancólico y sin ganas de vivir. Siempre
estaba en extremados estados de ánimo, con altibajos emocionales qué, incluso,
a él mismo le avergonzaban, pues consideraba que no eran propios de un monarca
equilibrado.
Tan desesperado estaba por sus altibajos anímicos que hizo una
proclama pública:
“Aquel artesano que proporcione
al rey un medallón que pueda servirle de consuelo y procurarle equilibrio, será
recompensado con creces”.
Todos los artesanos del reino se apresuraron
a preparar medallones de las más
variadas formas, pero ninguno le reportaba sosiego al espíritu del monarca.
Un día se presentó en la corte un artesano de
otro reino y le entregó un medallón al monarca. El rey lo miró detenidamente,
sólo por un lado, y no encontró en el mismo nada que mereciera especial
atención. Indignado, dijo:
-¿Es que pretendes tomarme el
pelo, extranjero? No veo nada de especial en este medallón y te haré ahorcar si
tus intenciones son burlarte de mí.
-En absoluto, majestad. Me temo
que no ha observado el medallón por el otro lado. Ruego a su majestad que tenga
a bien hacerlo y le aseguro que, si observa lo que ahí se indica, no volverá a
padecer desequilibrios de ánimo.
El rey dio la vuelta al medallón
y leyó para sí la inscripción que había en ese lado del medallón y que rezaba:
“Porque hay abundancia, hay
escasez; porque hay escasez, hay abundancia. Pero una y otra pasan, incluso el
estado de ánimo de su majestad”.
Gracias a ese recordatorio el
monarca equilibró sus estados de ánimo. Todas las noches leía la sabia
inscripción y lograba conciliar un sueño profundo y reparador.
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